Numerosos estudios epidemiológicos, de economía de la salud y ciencias sociales coinciden en señalar que las diferencias socioeconómicas están estrechamente relacionadas con los niveles de salud en cualquier lugar del mundo, ya sea en un país desarrollado o en vías de desarrollo.
En pocas palabras, y tal y como han demostrado distintos estudios, el código postal es más determinante que el código genético en términos de salud. La reciente pandemia de la COVID-19 ha servido para poner todavía más de relieve la importancia de las desigualdades sanitarias, y por ese motivo la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha querido poner el foco este año, con motivo de la celebración del Día Mundial de la Salud, en la necesidad de reducir estas diferencias.
La imposibilidad de completar tratamientos médicos derivada de las dificultades económicas, o las desigualdades en los tiempos de espera y en el uso de servicios sanitarios, se acaban traduciendo en un incremento de las diferencias en salud. En España, sin ir más lejos –y pese al acceso universal a la atención sanitaria–, diferentes estudios apuntan a que la falta de acceso a medicamentos recetados y a la atención médica, de salud bucodental y salud mental es entre tres y cinco veces más elevada entre las personas más pobres.
También un estudio de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español (EAPEN España) apuntaba que en el año 2019 entre el 9 y el 10% de las personas más pobres no se habían medido nunca, o lo habían hecho hacía más de cinco años, su tensión arterial, niveles de colesterol o azúcar en sangre, una cifra que dobla a la de otros grupos socioeconómicos. Así mismo, este estudio señalaba también como la población más pobre es la que consume más tabaco, es más obesa, hace menos ejercicio y se alimenta peor. Factores, todos ellos, que inciden directamente en sus resultados de salud.
Mujeres y niños, más afectados por las desigualdades
Estas desigualdades, además, no afectan a toda la población de igual forma. Las mujeres se ven más afectadas por todas ellas. El cáncer de mama y el de cérvix son dos de los más comunes entre la población femenina, que pueden ser detectados de forma precoz gracias a los programas de cribado, y mejorar de esta forma su pronóstico. Sin embargo, las dificultades económicas hacen que las mujeres más pobres no puedan tener acceso a estos programas. Las atenciones durante el embarazo o la salud mental son otras áreas de desigualdad donde los factores socioeconómicos inciden de forma notable. Esta brecha de género y la carga de cuidados han aumentado en la pandemia. Esto repercute negativamente sobre la salud mental de las personas, y sabemos también de sobra que esta tarea es llevada a cabo principalmente por mujeres. Ellas son las que se ocupan de la salud del resto de la familia y son las cuidadoras informales.
También la población de niños y adolescentes se ve seriamente afectada por las condiciones socioeconómicas. Los factores sociales actúan sobre diferentes procesos biológicos en etapas muy tempranas de la vida y pueden acabar suponiendo una impronta permanente. La privación de material y de buena alimentación durante la infancia genera problemas de salud a corto, medio y largo plazo. La reducción del aporte de energía por debajo de unos límites impide el crecimiento y afecta al desarrollo, y puede causar un grave retraso madurativo del cerebro y generar enfermedades coronarias o diabetes. La pobreza infantil también afecta al desarrollo psicológico, lo que incrementa las dificultades a la hora de relacionarse y favorece una mayor agresividad e impulsividad.
El impacto de la COVID-19 en las desigualdades sociales
Cuando llevamos ya un año de lucha contra el SARS-CoV-2, algunas de las lecciones que hemos aprendido nos han servido para entender que el virus no afecta por igual a todas las personas. Además de tener en cuenta las vulnerabilidades clínicas –como la edad, la existencia de patologías previas o la obesidad–, también existen otros factores que inciden en un peor pronóstico de la enfermedad. Se ha visto como las diferencias socioeconómicas han motivado resultados diferentes, y que aquellas personas en una mayor situación de vulnerabilidad social han tenido un peor pronóstico. En esto ha incidido el hecho de que partían de un peor estado de salud de base, pero también otros condicionantes.
Las medidas de contención destinadas a controlar la pandemia han derivado en nuevos contextos que han incrementado las desigualdades sociales. La pandemia no solo ha generado más pobreza, sino que también ha atacado con más virulencia a los sectores más desfavorecidos. Así se han visto numerosos brotes vinculados a contextos de precariedad, tanto laboral como habitacional, que han destacado como la enfermedad no afecta a toda la población por igual. Los ciudadanos más desfavorecidos viven en casas de menos tamaño, en ocasiones compartidas por varias familias y en zonas poco saludables por razones medioambientales, conflictividad social, desarraigo, etc.
Así, los sectores más desfavorecidos socioeconómicamente han visto como eran epidemiológicamente también los más vulnerables. Las dificultades para poder seguir las cuarentenas, el retraso en los diagnósticos al no disponer de los recursos para acceder a una sanidad privada cuando la pública se hallaba colapsada y una mayor exposición a la infección por realizar por ejemplo trabajos que no pueden sustituirse con sistemas telemáticos, se ha traducido en que los índices de mayor contagio y mortalidad se han producido precisamente en los barrios y zonas más pobres. Esto ha motivado que desde las instituciones públicas se hayan puesto en marcha programas para intentar revertir estas desigualdades generadas por la pandemia.
El acceso a las vacunas
La gran promesa para conseguir finalmente salir de la situación de pandemia son las vacunas que se han desarrollado en un tiempo récord. Sin embargo, se está viendo que su acceso está siendo condicionado nuevamente por factores socioeconómicos. Los países más ricos están acaparando la mayor parte de las dosis, mientras que aquellos en vías de desarrollo ven muy limitado su acceso.
El 8 de diciembre de 2020 se inoculaba la primera dosis de una vacuna contra la COVID-19. Según los datos de la OMS, a finales de enero no se había administrado prácticamente ninguna vacuna en África, mientras que por entonces el Reino Unido ya había vacunado a medio millón de personas y Estados Unidos a un millón. A mediados de febrero de 2021 todavía había 130 países, con una población total de 2.500 millones de personas, que no habían administrado ni una sola dosis, y a mediados de marzo en África solo se había vacunado al 0,02% de su población.
Los expertos consideran que los países ricos habrán logrado vacunar a toda su población a finales de 2021, mientras que los que están en vías de desarrollo no lo podrán conseguir, como mínimo, hasta el 2023. Contrasta con esta dificultad en el acceso a las dosis el hecho de que algunos países como Estados Unidos ya se han asegurado la compra de viales suficientes para inocular al doble de su población, y otros como el Reino Unido o Canadá para el triple.
Las desigualdades en el acceso a las vacunas no solo se producen entre países, sino que incluso dentro de aquellas naciones que cuentan con suficientes dosis se están viviendo escándalos relacionados con la distribución privilegiada de las vacunas. La falta de transparencia, el clientelismo o el tráfico de influencias están provocando una crisis de credibilidad que hace que los sectores más desfavorecidos estén viendo como se incrementan aún más las diferencias en salud con respecto a la población más rica.
Las desigualdades socioeconómicas son desigualdades en salud
Las personas desfavorecidas enferman más y mueren antes. Es un dato objetivo sobre el que no hay mucha interpretación posible. Diferentes estudios demuestran de forma sistemática como el estado de salud es claramente más deficiente entre las personas más pobres, tanto desde el punto de vista de la salud percibida como a la hora de valorar enfermedades crónicas o limitaciones básicas de la vida diaria.
En España se desarrolló un Sistema Nacional de Salud con una amplia cobertura, tanto si se tiene en cuenta la población asegurada como las prestaciones financiadas y el porcentaje de coste asumido. La descentralización del sistema en 17 servicios sanitarios autonómicos también ha servido para lograr una amplia extensión geográfica. Sin embargo, los recortes ocasionados por la crisis del 2008 pusieron el sistema contra las cuerdas y en esta última crisis se ha podido ver como las deficiencias hicieron más patentes las dificultades que se arrastraban.
Nuevamente la pandemia ha afectado más severamente a la población mas desfavorecida, que se ha visto incapaz de acceder a determinados diagnósticos o tratamientos por el colapso del sistema público, y que no tenían los recursos suficientes para costearse una atención privada. Esto ha hecho que los resultados en salud en los próximos años se hayan visto comprometidos, y muy posiblemente veremos como las diferencias se incrementan todavía más.
Por eso resulta importante que en días como este, el Día Mundial de la Salud, pongamos la atención en la necesidad de garantizar la equidad en el acceso tanto a la salud y como a las prestaciones sanitarias, una de las preocupaciones prioritarias de la OMS y uno de los mandatos de la Unión Europea. Y que lo hagamos teniendo en cuenta que la equidad no supone que todos deban tener acceso libre a todo en todo momento, sino en favorecer y ayudar a aquellos que más difícil lo tienen.