Resulta curioso que una enfermedad descrita hace más de un siglo sea todavía una gran desconocida. Si esto es así en la denominada Enfermedad de Alzheimer (EA) familiar, caracterizada por aparecer de forma temprana y tener una base fundamentalmente genética, el desconocimiento es mayor en la EA esporádica, la que se relaciona con la edad avanzada y que supone más del 95% de los casos de la patología. Hoy, 21 de septiembre, se celebra el Día Mundial de una enfermedad que, aunque hemos avanzado mucho en ella, sigue siendo incurable al poder detectarse únicamente en sus estados avanzados, en los que ya resulta inútil cualquier intervención.
UCM (Madrid), 21 de septiembre.- La enfermedad de Alzheimer (EA), esa patología neurodegenerativa que representa el tipo más común de demencia, afecta actualmente a más de treinta millones de personas en el mundo. Y lo peor es que, según las previsiones, para el año 2050 esta cifra se habrá cuadriplicado a menos que se encuentre un tratamiento efectivo que permita curar esa enfermedad, algo que en estos momentos todavía no existe.
La EA aparece actualmente como una típica enfermedad de envejecimiento, aunque sus característicos deterioros van más allá de los que se darían en un envejecimiento fisiológico. De aquí que los mecanismos que subyacen al proceso de envejecimiento puedan también estarlo en la EA, pero de una forma acelerada en quienes la desarrollan. Así, las personas con esta enfermedad presentan un deterioro cognitivo y conductual muy exacerbado, claramente distinguible del que se asocia a la vejez.
Aunque la fisiopatología de la EA no está completamente elucidada, a nivel cerebral tienen varias características muy claras que van desde la presencia de placas extracelulares de beta amieloide y de ovillos neurofibrilares de proteína tau hiperfosforilada intracelulares, a las pérdidas de sinapsis, la oxidación, la inflamación y las alteraciones mitocondriales, entre las más conocidas.
En los últimos años han sido espectaculares los avances en el conocimiento de estos sucesos moleculares que subyacen a la patogénesis de la enfermedad, pero no han sido suficientes para saber cómo evitarla o curarla.
Uno de los hechos que lo impiden es que, como ahora se sabe, los cambios patofisiológicos tienen lugar muchos años antes de la aparición clínica de la enfermedad, no siendo esta patología un estado clínico concreto y definido, sino un continuo de sucesos de naturaleza compleja y multifactorial. Además, sigue siendo una enfermedad incurable al poder detectarse únicamente en sus estados avanzados, en los que ya resulta inútil cualquier intervención.
Todo esto deja de manifiesto la necesidad de tener biomarcadores que permitan su diagnóstico temprano. Precisamente en un muy reciente metanálisis que recoge las publicaciones científicas sobre avances en la investigación de la EA, se destacan siete aspectos en los que se focalizan los estudios en este campo, y uno de ellos se centra en todos los intentos que se están llevando a cabo para avanzar en el diagnóstico de la enfermedad.
También, se consideran los que pretenden encontrar herramientas para predecir si una persona con deterioro cognitivo leve va a desarrollar o no la EA, o aquellos que tratan de localizar predictores de la progresión de la enfermedad.
Pistas en sangre, orina o saliva: los retos
El diagnóstico claro de la EA se hacía tras el fallecimiento del paciente con el análisis de su cerebro. Actualmente, los métodos más aceptados de diagnóstico son aquellos que utilizan técnicas de neuroimagen, tanto la tomografía por emisión de positrones como la resonancia magnética, a nivel funcional, estructural y molecular. La valoración de beta amieloide (Abeta42) y proteína tau (total y fosforilada) en líquido cefalorraquídeo (LCR) son también marcadores de diagnóstico ampliamente aceptados.
No obstante, se están buscando biomarcadores que puedan ser medidos en otro tipo de muestras más fáciles de obtener, como la orina, la saliva o la sangre. Concretamente se está empezando a sugerir el uso de la sangre periférica para valorar los marcadores que se analizan en LCR y otros nuevos que pudieran ser predictivos de la EA. Sin embargo, hasta el momento, no están totalmente validados y se asume que un solo tipo de marcador resulta muy poco útil, necesitándose de varios para poder acercarnos a un buen diagnóstico y que resulte diferencial de otras patologías relacionadas.
El llegar a disponer de biomarcadores de la EA pasa por conocer mejor las causas de esta patología. Como se ha indicado antes, la EA manifiesta una aceleración de características propias del proceso de envejecimiento. Sabemos que la causa primigenia de este proceso es el estrés oxidativo e inflamatorio que aparece al avanzar la edad y que, según la reciente teoría de la oxidación-inflamación del envejecimiento propuesta por nuestro grupo de investigación, el sistema inmunitario está implicado en la velocidad a la que cada individuo envejece. Y lo hace a través de la capacidad de este sistema de modular esa oxidación e inflamación. Pues bien, la oxidación e inflamación que tiene lugar en la EA, a nivel cerebral pero también sistémico, puede explicar todas las características fisiopatológicas de la enfermedad.
Para poder avanzar en los conocimientos de esta EA se requieren modelos animales de esta patología. Nuestro grupo ha publicado que en ratones 3Tg (triples transgénicos) para la enfermedad de Alzheimer ciertas funciones de las células inmunitarias, así como parámetros de su estado de oxidación, podrían servir como marcadores preclínicos de la enfermedad. De hecho varios de esos parámetros aparecían alterados en estos animales 3Tg antes de que se apreciara la sintomatología cerebral. Estos resultados nos hicieron pensar en la posible utilización de marcadores similares en el ser humano.
En un trabajo que aparecerá próximamente publicado en Frontiers in Immunology, se ha comprobado que ciertos marcadores inmunológicos analizados en células de sangre periférica humana, tanto indicadores de capacidad funcional como del estrés oxidativo, están más alterados en personas con EA que en las de su misma edad sin la enfermedad.
Algunos de esos parámetros sólo aparecen diferenciados en el estadio severo, y otros ya en el Alzheimer leve. Curiosamente, hemos comprobado que son los neutrófilos, unas células típicas de la inmunidad innata, muy olvidadas en las valoraciones de las células inmunitarias sanguíneas, las implicadas en ese estrés oxidativo de los pacientes de Alzheimer. Si bien nos ha faltado poder estudiar en paralelo a un grupo de personas con deterioro cognitivo leve, lo cual nos hubiera permitido sugerir a alguno de esos parámetros como marcadores preclínicos de la EA, es este un aspecto que vamos a investigar en breve.
Comer mejor y olvidarse del estrés
Como sucede con muchas patologías, la EA tiene un componente genético, pero también y de forma relevante uno epigenético en el que el ambiente y el estilo de vida tienen mucho que decir. Al igual que ocurre en el envejecimiento en el que se ha comprobado que ese ambiente y estilo de vida pueden incidir de manera muy relevante acelerando o enlenteciendo la velocidad a la que cada individuo envejece, puede suceder en la EA.
Una situación que acelera mucho la velocidad de envejecimiento es la inadecuada respuesta a las situaciones de estrés de la vida, y especialmente el estar sometido a lo que se denomina un estrés crónico, el cual se relaciona con estados de ansiedad y depresión. Curiosamente todas esas situaciones, que generan un mayor estrés oxidativo e inflamatorio en el organismo y un deterioro del sistema inmunitario, se asocian con un mayor riesgo de esta enfermedad.
Por el contrario, el adecuado control de tales situaciones de estrés, las buenas relaciones sociales, la actividad física, y de forma importante la dieta que se ingiera (con alimentos ricos en antioxidantes) permiten tener un envejecimiento más lento y alcanzar una mayor longevidad saludable. Aproximaciones de ese tipo se están sugiriendo como efectivas para retrasar la aparición de la EA.
En el contexto de la dieta, que ha sido la estrategia más estudiada, se ha sugerido que la ingestión de antioxidantes, como la vitamina E, la vitamina C, el resveratrol, la curcumina y varios flavonoides, entre otros, pueden resultar útiles en esta enfermedad.
Nuestro grupo está comprobando cómo la ingestión de una dieta suplementada con antioxidantes está retrasando el desarrollo de la patología y aumentando la longevidad de ratones triples transgénicos. No es de extrañar que la dieta Mediterránea, que se ha mostrado eficaz para las enfermedades cardiovasculares, el cáncer y la diabetes, también parezca serlo para la función cognitiva, por lo que se empieza a tener en consideración para la EA.
Todo ello se proyecta como útil para retrasar la aparición de la enfermedad, no para curarla. Aunque sigue existiendo en la EA un espacio muy amplio entre los descubrimientos de la ciencia básica y la aplicación clínica de los mismos, denominado metafóricamente “el valle de la muerte”, los numerosos avances científicos parecen alumbrar un futuro prometedor en el diagnóstico y tratamiento de esta devastadora enfermedad.
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Mónica de la Fuente del Rey es directora del Grupo de Investigación Envejecimiento, Neuroinmunología y Nutrición de la facultad de Ciencias Biológicas de la UCM.